El 31 de octubre no es solo una fecha en el calendario eclesiástico. Es un recordatorio del día en que la luz del Evangelio volvió a brillar con fuerza sobre una iglesia que había olvidado su primer amor.
La Reforma no fue el nacimiento de algo nuevo, sino el renacimiento de la fe antigua: la fe apostólica, la fe bíblica, la fe centrada en Cristo.
Los reformadores —Lutero, Calvino, Zwinglio, Knox— levantaron una bandera: Sola
Scriptura, Sola Fide, Sola Gratia, Solus Christus, Soli Deo Gloria.
Hoy, nosotros somos herederos de esa llama. No veneramos a los reformadores, pero seguimos su llamado: volver a las Escrituras y permanecer en la verdad del Evangelio.
La iglesia sigue siendo una, santa, universal y apostólica, no porque lo diga un concilio, sino porque pertenece a Cristo, su Cabeza viva.
Celebrar
la Reforma es comprometernos a vivirla.
Ser reformados no es un nombre, es una convicción: que solo Cristo salva,
que solo Su Palabra es autoridad, y que solo Su gloria es el fin de
todas las cosas.

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